lunes, 16 de octubre de 2017

El Libro de las Magias: Historia VII

Llovía a mares. De hecho, hacía muchísimo tiempo que no llovía así en la montaña. Dana, sin embargo, se armó de valor para salir a por algo de madera para mantener encendida la chimenea.
- ¿Cómo ha empezado a llover así, tanto, y tan de repente? -murmuraba para sí mientras se subía la capucha- El cielo estaba... Azul.
Recogió su hacha violeta y se dirigió hacia el árbol más cercano, escuchando el sonido de la hierba inundada a cada zancada.

Ya por el tercero, el agua calaba demasiado. Quería llevarse, al menos, otro más. Una de sus orejas, entrenadas desde pequeñas en las montañas, le avisó de que no quedaba mucho tiempo más hasta la Oscuridad Completa. Dana tragó saliva, pero se lanzó hacia el último.

Una vez cortado y ya mareada por el estruendo de la lluvia, recogió todos los troncos de madera, los metió en la red e intentó correr hacia su puerta.
- ¿¡EH!? ¿¡Qué ha sido eso!? -el corazón de Dana comenzó a bailar demasiado deprisa; había visto una sombra por el rabillo del ojo. Cerró los dos, pero no paró de caminar. Al llegar a la puerta, abrió los ojos de golpe, entró y arrastró la madera todo lo rápido que pudo tras de sí. Se sentó en un escalón y dejó caer su cuerpo en la escalera.
Una vez que su corazón se hubo calmado, se levantó, examinó el nivel de humedad de los troncos, y echó los más secos a la chimenea.

Se desnudó para meterse en la cama, cubriéndose con las mantas secas. "Sin luz... Nunca más... Sin armadura... Nunca más... ¡Y menos, lloviendo!" se repetía, una y otra vez... Hasta que se quedó dormida.

A la mañana siguiente, la pesadilla había terminado: no había rastro de la lluvia, y la superficie tenía un delicioso olor a tierra mojada. Lo primero que pensó fue en el huerto, así que una vez se hubo despejado, vestido, y echado más madera al fuego, subió a verlo. Definitivamente las plantas tenían mejor color, aunque el frío había hecho que se congelaran algunas de sus hojas. Dana les sacudió la escarcha, y se sentó en el césped. Para ella, las lluvias eran temibles, pues significaban la ira de los dioses del agua. Se quedó ahí, tirada durante la mayor parte de la mañana, escuchando piar a los pollos y balar a las ovejas a lo lejos.

Cuando se levantó, fue a comer algo, y decidió seguir trabajando en la forja.