Cuando
conocí a Danta me quedé sin palabras, pero esta es una expresión demasiado pobre
para describir lo que sentí cuando la vi desnuda por primera vez. Los vegetales
tienen la manía de “alimentarse de la energía inagotable de la bola
infinitamente ardiente”, textualmente. Ya me había dicho Naeva que Danta estaba
ocupada, pero necesitaba preguntarle algo importante sobre las nuevas
propiedades encontradas en las hojas de roble seco. Llegué hasta su puerta y
llamé un par de veces antes de entrar atropelladamente.
- ¡Danta!
Mira lo que he encontr…
Efectivamente,
no pude terminar la frase. Desde que vi cómo Lindetta había conseguido criar
una flor en la palma de su mano que bebía de su savia, no había vuelto a ver
algo tan extraordinario y a la vez tan repugnante. Quizás la impresión fue
mayor porque nunca había visto antes un vegetal desnudo. Quizás entre ellos
tener ese cuerpo cosido con vida era normal, pero no para mí. Fue tan horrible
que a pesar de los impulsos que me surgían para darme la vuelta no pude moverme.
Vi a Danta totalmente desnuda de espaldas a mí. Su propia espalda ya lo decía
todo: estaba dividida en dos partes claramente diferenciadas por su color y
textura y la suave línea que la separaba se hundía en lo que supuestamente era
su carne. Una de las partes sí, era de un color rosado muy sano, pero tras la
cicatriz que juntaba ambas ya no había más humanidad. En lugar de piel tenía
algún tipo de hoja verde gigante que cubría sus caderas y parte de su espalda,
llena de vida y de savia. Su brazo izquierdo estaba cubierto en varias zonas
por una corteza áspera y fina que ascendía por capas desde la muñeca. Su pelo,
como siempre que se mostraba ante el sol, se había teñido también de un verde
oscuro que recordaba el lado más salvaje de un bosque virgen. Le caía por los
hombros cubriendo ambos senos. Tardó varios segundos en darse la vuelta desde
que yo entré, y la sentí en toda la habitación. Cada planta en cada maceta era
ella, y ella estaba enfrente de mí. Me habló aún con los ojos cerrados.
- Nethan,
¿que necesitas? -sonrió.
Yo no sabía
hablar. Había olvidado todo lo que aprendí desde que tenía tres años en cinco
segundos.
- ¿Nethan?
En ese
momento abrió los ojos. Me miraba directamente a pesar de que sabía que no
podía verme. Su presencia me imponía demasiado (siempre lo había hecho), y más
ahora que estaba desnuda y parecía pretender devanarme los ojos con su mirada
vacía llena de intención.
- Yo venía…
Simplemente a enseñarte... -logré articular, y desvié la mirada de su cuerpo.
- Naeva me
lo ha dicho todo -sonrió. Al parecer le encantaba verme temblar delante de
ella- venías a hablarme sobre las hojas de roble, ¿verdad?
Asentí
tragando saliva, y una de las lianas que colgaban del techo se dobló y cerró la
puerta detrás de mí.
- Cuéntame,
no te cortes por favor -rió suavemente, divertida.
Le conté
todo lo que sabía. Estaba completamente sonrojado y sabía que ella podía notar el
intenso calor que irradiaba mi piel. No se movió en todo el rato que estuve
hablando. Cuando terminé, suspiró.
- Bueno…
Podríamos usarlas como catalizadoras para las pociones de tercer grado
-explicó- por lo que cuentas parecen más adecuadas que las de manzana.
Su cuerpo
crujió dulcemente al aproximarse hacia mí. Era extraño porque cuando hablaba
con ella no sabía hacia dónde mirar, puesto que los ojos siempre los llevaba
cubiertos con la venda. Mientras se acercaba cerré los míos. Era una forma de
sentirla en toda su plenitud. Mientras se acercaba suspiré, y el polen inundó
todos mis pulmones, enamorándome otra vez...
Nunca supe
de qué forma un vegetal podía influir tanto en mí, un mago etéreo.