Un día, como otro cualquiera, voy a salir al campo. Un amigo me recomendó internarme en el bosque, pues me dijo que si andas mucho en dirección sureste, encuentras un prado precioso. Con ayuda de mi mejor brújula ¡lo encontré! Miles de amapolas danzaban al son de la música del aire.
Hectáreas y hectáreas de césped suave y mullido me esperaban esa tarde. Me tumbé, y deseé no irme nunca jamás de aquel bello lugar; me dormí. Cuando desperté, el atardecer llamaba a las puertas del cielo. Me incorporé somnoliento, y le suspiré a las amapolas.
Aquel prado fue mi primer amor.
En el momento en el que me levanté, reparé en un detalle que se me había pasado totalmente por alto: justo en el centro de la llanura había dos árboles. Uno de ellos, el más pequeño, parecía triste y mustio; al contrario que el otro, el más grande, que parecía un roble: feliz y fuerte. A excepción del follaje que había detrás de mí, no había más árboles ni a cinco kilómetros a la redonda. Caminé rápidamente hacia el primer árbol. No parecía enfermo: estaba enfermo; tenía totalmente caídas las ramas, casi sujetas por un hilo, y las hojas de un marrón muy oscuro, que no concordaban con el resto del paisaje. Me quedé acariciándolo un rato, casi sentía su tristeza y su amargura dentro de mi alma. Pensé, aunque fuera muy improbable, que le faltaba agua, así que le eché la que quedaba en mi botella. Después de haberle hecho compañía durante un rato largo, me apresuré hacia el otro árbol, aunque el primero no me lo puso nada fácil. Parecía que se volvía más mustio todavía a cada paso que yo daba hacia el roble, pero intenté no hacer caso: serían imaginaciones mías. Cuando llegué, me impresioné: no me lo imaginaba tan frondoso y joven. Me hizo sonreír, y me subí a él. ¡Qué bonito se veía todo el bosque desde aquella altura! Dejé que el viento acariciara mi corazón, que latía deprisa, un buen rato. Luego, me bajé con mucho cuidado, y volví a la oscura y tenebrosa ciudad, llena de gente que sólo tiene una cosa en mente: trabajar.
Mañana volvería.
Segundo día por la tarde.
Agarré mi brújula y me dirigí a aquel paisaje fantástico. Parecía que me estaba esperando, que había estado toda la noche en vela, intranquilo, para verme esta tarde. Complací sus deseos, volviéndome a tumbar bajo la verde y espesa hierba, volviéndome a echar la siesta en aquel lugar. Desperté, de nuevo, con el suave aliento del atardecer. Me levanté, y felizmente posé mi mirada en el primer árbol. Cuán grande fue mi sorpresa cuando descubrí que ¡se había movido! Sí, sí. ¡Se había desplazado por lo menos diez metros más cerca del otro árbol! Aunque seguían estando ambos muy separados, la diferencia era notable. Durante unos segundos, me quedé paralizado. Me froté los ojos, como hacen en los dibujos animados, y volví a mirar. Parece ser que los árboles se pueden desplazar... ¡Qué gran avance para la ciencia! Después de aquellos segundos eternos, la consciencia vino a mí de nuevo. Corrí como un loco hacia el árbol que se había desplazado; parecía otro. Aunque no había perdido el mal color de sus hojas, ni todas aquellas ramas enfermas, estaba erguido, casi parecía que quería hacerse el fuerte. En ese momento, empecé a admirarlo. Acaricié sus débiles ramas, con sumo cuidado, y derramé inconscientemente en sus raíces un poco de agua. Le eché una mirada al otro árbol, pero no fui con él. Me quedé bajo la poca sombra que daba mi enfermizo amigo, leyendo Drácula, de Bram Stoker, sintiendo la brisa calmar mi corazón. Cuando terminé el interminable capítulo, recogí mi mochila, y sintiendo el mismo pesar que el día anterior, me fui hacia la ciudad.
Tercer día.
Tomé mi brújula de la suerte y corrí hacia ese lugar mágico. La sorpresa volvió a inundar mi alma con su veneno, ¡ahora era el otro árbol el que había acortado distancias! A sí que después de todo, aquello no era un sueño, era real. Me dejé caer sobre el césped, con la boca abierta y los ojos pendientes de aquellos misteriosos árboles. Me acerqué a mi amigo enfermo, que todas las fuerzas que le quedaban las estaba usado, perspicazmente, en erguirse y parecer más alto y bello. Lo abracé, deseando que parara de hacer eso. De algún modo sabía que si seguía gastando esas fuerzas, acabaría... No puedo decirlo, es demasiado cruel. Me acerqué al otro, que parecía interesarse en mi pequeño árbol, pues tomó ese día una postura interesante; casi todas las ramas apuntaban suavemente hacia él. Me encogí de hombros, y no se me ocurrió otra cosa que leer bajo la sombra de aquel roble gigantesco, mi libro. Se me hizo en seguida de noche, así que recogí mis cosas y me fui, ansioso por ver el cambio que presuntamente se produciría al día siguiente.
Cuarto día por la tarde.
Ya ni si quiera me preocupó la brújula, me sabía el camino de memoria. Cada seta, cada arbusto, cada nudo de cada árbol del bosque lo tenía escrito en mi mente. Precisamente, aquel día fue cuando mis arbolitos sufrieron más cambios. Ambos estaban muy, muy juntos. Durante toda la noche de mi ausencia, mi enfermo amigo se había convertido en otro roble gigantesco. Yo miraba a ambos. Miraba sus anchas raíces, ¿cómo habría podido transportarlas? Miraba también la extensa sombra que daban, parecían esperar a que me sentara tranquilamente y leyera para ellos. Por suerte, me llevé un libro de poemas de Federico García Lorca, el álbum de la Juventud. Me senté, de cerca el primer roble parecía que seguía enfermo, pero muy por dentro, en el alma. Alguien le estaba curando las heridas. Les leí diecinueve poemas, y se entristecieron mucho cuando me fui, o eso sentía yo. En esos momentos ya me preguntaba si no me estaba volviendo loco, sabiendo lo que sentían un par de árboles. Yo era un joven sombrío y solitario, así que pensaba que no tenía nada que perder. No puedo negar que todo aquello era muy extraño, pero ¿a quién le estábamos haciendo daño? A nadie, pues entonces era sano.
Quinto día
Mis dos queridos robles estaban más juntos y verdes que nunca. Aunque mi amigo número uno seguía teniendo esas heridas en el corazón, sus hojas estaban tan suaves como las mejillas de un bebé, y su corteza marrón muy oscura, y fuerte. Sus ramas eran tan sólidas que podría haberme subido sin problemas (aunque no lo hice; pensé en mi familia), que además acariciaban suavemente las del otro árbol. Suspiré, feliz: como escribí antes, ese prado fue mi primer amor, yo amaba a ese prado, y él me amaba a mí... Pero aquellos árboles también se amaban entre ellos. Me senté entre ambos y les conté varios cuentos populares así como leyendas urbanas y fábulas. Les encantaron, como siempre. Les pregunté si se amaban, las hojas acariciando mi pelo confirmaron mis sospechas. Estuvimos hablando un buen rato, tranquilamente, sin prisas. Hubo un momento en el que saqué mi cámara de fotos digital y les pedí que posaran para una foto. Pusieron su mejor perfil, se abrazaron, sonrieron. La suave brisa de siempre hacía de ese momento el más dulce de los pasteles artesanos. Se hizo de noche, y yo prometí volver mañana, como cada día.
Sexto día.
Esa noche llovió, así que estaba más que nunca ansioso por llegar con mis amados amigos. Corría tan deprisa que, en varias ocasiones, casi me caía, pero me daba igual. Llegué a mi prado. Lloré con ganas. Con muchas ganas. Estaba todo precioso: el rocío de las flores empapaba la fría y fresca hierba, y los dos árboles lloraban gotas de agua cristalina de placer. Aquello no se podía fotografiar, pues deberían ser millones y millones de fotos para captar absolutamente todos los detalles que nos ofrecía aquel cuadro, que ni el mejor pintor podría asemejar al menos su belleza. Caí al suelo de rodillas, a la par que lágrimas de mis ojos. Di gracias a quien quiera que estuviese allí arriba por haberme dado la oportunidad de ver tanta belleza en tan pocos días, belleza que fundió totalmente la gruesa barrera de hielo que cubría mi mente... Y mi corazón.
Yo seguí viendo a mis amigos, mis amores, todos los días al prado, hasta que la conocí a ella. Le enseñé aquel mágico lugar, también ella se enamoró, y los árboles no tardaron en corresponderle. Ahora vivimos todos enamorados, yo casado, y escribo esta historia verdadera, que cambió mi vida, mi forma de ser, para que, cuando nuestros dos hijos tengan una edad madura, contarles lo que había unido la vida de mi mujer, y la mía.
(Escrito en el 2010. Ganador de un segundo premio en un concurso literario.)